Puentes colgantes
viernes, 12 de julio de 2013
jueves, 11 de julio de 2013
Buena Historia de los Puentes Colgantes
Los puentes colgantes
atravesaron una edad de oro en Europa durante la primera mitad del
siglo XIX, llegando a su máxima expresión con el puente de Menai,
finalizado en 1826, que es considerado el primer puente colgante moderno
y sigue en servicio hoy en día. La mayoría de aquellas estructuras
contaban con cables principales fabricados con cadenas o con alambres de
hierro, que daban lugar a puentes que sí, que unían márgenes o laderas,
pero que se ejecutaban con más buena voluntad que conocimientos
técnicos. Fuertes vientos o excesivas sobrecargas provocaron diversas
catástrofes en Francia y en Gran Bretaña, con cuantiosas pérdidas
económicas y humanas, que hicieron que en el viejo continente
disminuyera, paulatinamente, la construcción de puentes colgantes
durante la segunda mitad de dicho siglo. Por contra, al otro lado del
Atlántico se estaba gestando una nueva potencia económica, sobre un
terreno prácticamente virgen, que necesitaba crear una red de
comunicaciones que facilitara la emergente industria y comercio.
New York, New York
Durante el siglo XIX, la población de
Nueva York experimentó un crecimiento descomunal: los 60.000 habitantes
que tenía hacia 1800 los multiplicó por diez en 50 años, y a su vez
estos se duplicaron con creces en los treinta siguientes. La inmigración
generada alrededor de la actividad económica del puerto se alojaba
tanto en la pujante isla de Manhattan como en el, por aquel entonces,
municipio independiente de Brooklyn (se integraría en el de Nueva York
en 1898), que se frotaba las manos ingenuamente pensando que, una vez
ocupados todos los solares de la isla, la expansión demográfica
continuaría en su ciudad. En cierto modo, el tiempo daría la razón a
quien pensaba así, porque el terreno edificable se acabó… pero no
tuvieron en cuenta la tercera dimensión: agotada la planta, la
edificación continuó en altura, con el resultado del más famoso skyline del mundo.
El tráfico en el brazo de mar que separa
Brooklyn de Manhattan, que realmente no es un río pero que tiene una
denominación (East River) que puede dar lugar a error, alcanzaba la
mareante cifra anual de unos 40 millones de pasajeros en los
transbordadores que unían ambas orillas. Gran parte del tejido
productivo dependía del funcionamiento de esas barcazas ya que los
obreros vivían en su gran mayoría desperdigados alrededor de la cara
isla neoyorquina y debían salvar, a diario, las aguas para presentarse
en su puesto de trabajo y después, obviamente, regresar a sus hogares.
Este incesante trasiego transversal se veía interrumpido por el tráfico
mercante, que subía y bajaba por el canal natural, dando lugar a
accidentes y abordajes con frecuencia. Un invierno durísimo que congeló
completamente el East River en enero de 1867 y paralizó las conexiones
por ferry (y, por extensión, casi toda la actividad económica y
comercial), supuso el argumento definitivo para quienes habían estado a
favor de unir Manhattan con Brooklyn por carretera. Por aquel entonces
no era raro ver en invierno bloques de hielo flotando por el East River
que ponían en peligro la navegación pero que también cuestionaban la
idoneidad de cimentar pilas en el lecho marino. Y es que hacer una
estructura con una luz del orden de medio kilómetro (era la anchura del
brazo de mar en los lugares apropiados para construir un puente) parecía
algo irrealizable puesto que el récord del mundo en aquel momento
apenas superaba los 300 metros. Hubo quien propuso ejecutar un túnel o
incluso una presa (!!!). Finalmente, la solución en forma de puente
salió adelante cuando alguien propuso el nombre de John A. Roebling.
Me llamo Roebling, John August Roebling
Probablemente, que hoy en día existan
puentes colgantes kilométricos se debe al legado de John Roebling.
Nacido en Müllhausen (Sajonia) en 1806, a los 20 años ya había
conseguido el título de ingeniero civil en el Instituto Politécnico de
Berlín, donde tuvo una sólida formación artística y parece ser que fue
uno de los alumnos preferidos de Hegel. Por ideas políticas
emigró a Estados Unidos cuatro años más tarde, donde fue miembro
fundador de una comunidad agrícola en Pennsylvania; pero estar entre
lechugas y pepinos se le antojó un coñazo, por lo que pronto volvió a su
verdadera vocación: la ingeniería. En paralelo a su incipiente carrera
de diseñador de puentes de éxito (por ejemplo, el puente de Pittsburgh
sobre el río Monongahela en 1845, que constaba de 8 vanos colgantes de
unos 57 metros de luz), creó en 1841 una fábrica de alambres y cables
enrollados que ha sido importantísima en la historia de los puentes
colgantes, no solo por los materiales que manufacturaban, sino por las
técnicas de puesta en obra por ella practicadas, aún vigentes hoy en
día. El nombre de Roebling se puso sobre la mesa para solventar el paso
del East River por la fama que le había granjeado dos grandes obras: el
Puente sobre el Niágara (1855) y el Puente de Cincinnati (1867).
El Puente sobre el Niágara, con unos 246
metros de luz, fue uno de los pocos puentes del siglo XIX que soportaba
tanto tráfico ferroviario como de carretas y peatones gracias a sus dos
tableros superpuestos que conformaban una viga de gran rigidez y que
solucionaba los problemas de deformaciones que habían sufrido otras
estructuras ferroviarias. Además, Roebling arriostró, intuitivamente, el
tablero en las inmediaciones de las pilas mediante tirantes tanto en la
parte superior como inferior del mismo. Lamentablemente, en la
actualidad ya no podemos contemplar sus torres de inspiración egipcia
puesto que fue demolido y sustituido por un puente arco en 1896 y ni
llegó a coexistir con el genial transbordador de Leonardo Torres Quevedo (1).
Por su parte, el puente de Cincinnati
fue record del mundo de luz con 322 metros y sigue en servicio (aunque
ha sido sometido a refuerzos estructurales). Además de ser una obra de
mayor envergadura que la del Niágara, se aprecia también una depuración
de las formas y una evolución en la tipología de las torres pétreas que
desembocará en las majestuosas pilas de Brooklyn. A pesar de haber
costado el doble de lo presupuestado, en gran parte debido a problemas
con los suministros por la Guerra de Secesión Americana, la sociedad que
explotaba el puente (era de peaje) dio excelentes referencias de
Roebling a la New York Bridge Company, organismo privado creado para
construir el puente sobre el East River. El nombre de la Compañía, por
cierto, traslucía el deseo de Brooklyn (unirse con Nueva York), no que
fuera especialmente deseado por aquel municipio; es más, según algunas
publicaciones de la Gran Manzana, contrarias a la ejecución de la
estructura, aseguraban que el puente solo traería criminalidad y
saturación a Manhattan.
Pero no solo había buenas referencias
sobre Roebling desde el punto de vista técnico sino como ser humano, una
fuerza de la naturaleza: tenaz, trabajador, culto, severo, inteligente y
con una gran personalidad. Se cuenta que si alguien llegaba cinco
minutos tarde a una cita con él (a las que siempre se presentaba con una
puntualidad enfermiza), cancelaba el encuentro. Sea quien fuera:
Roebling fue convocado durante la Guerra de Secesión por el General John Charles Frémont para pedirle consejo; como este tardó en recibirle, le dejó una nota que decía así (las mayúsculas enfáticas son mías):
“Señor, usted me está haciendo esperar. JOHN ROEBLING no tiene tiempo para esperar a NADIE”.
Y se marchó, aunque no ha trascendido si
dio un portazo. Con estas credenciales la Compañía del Puente supo que
había encontrado a su hombre, alguien en quien confiar y que no iba a
recular ante la adversidad, y le hizo llegar una propuesta. Roebling
aceptó entusiasmado, siendo nombrado Ingeniero Jefe en mayo de 1867 con
un salario de unos 8000 dólares al año, y presentó el diseño del puente
con prontitud aunque fue recibido con escepticismo, cuando no rechazo
frontal, desde ciertos círculos. Así, la Sociedad Politécnica de Nueva
York realizó una serie de conferencias donde intentaron reventar el
proyecto de Roebling tildándolo de experimental, irrealizable y un
“ejercicio de vanidad”. Insultos graves y desproporcionados, como si el
diseño de Roebling fuera una vulgar obra de Santiago Calatrava.
Tras dos años de largos trámites y
múltiples, el 21 junio de 1869 el proyecto obtenía el visto bueno de los
ingenieros del ejército con el condicionante de dejar al menos 40
metros libres bajo el tablero en la máxima pleamar. Por este motivo,
Roebling tuvo que rediseñar el tablero colocando las celosías metálicas
por encima de la superficie de rodadura (característica del Puente de
Brooklyn) y sin atirantamientos inferiores, como había hecho en el
Niágara, lo que supuso un sobrecoste en el presupuesto de unos 300.000
dólares. Los periódicos de Brooklyn, exultantes, se hicieron eco del
inicio de las obras el 25 de junio. El lunes 28 de junio, mientras
Roebling estudiaba in situ la ubicación de una de las torres, un
transbordador le pilló el pie contra el muelle, siendo necesario
cortarle varios dedos destrozados al ingeniero. Incrementando su figura
legendaria, ordenó que realizaran la operación sin anestesia y no
demostró sentir dolor durante la amputación. Su tozudez impidió que le
fuera aplicado un tratamiento médico habitual, aunque no está claro si
este habría cambiado su desenlace: tras un deterioro físico exponencial,
el 24 de julio moría de tétanos.
Y ahora, ¿qué?
El proyecto que tanto había costado
sacar adelante se quedaba huérfano en los tacos de salida. La pérdida de
Roebling, para muchos la única persona capaz de materializar los planos
de esta obra monumental, parecía que hería de muerte el sueño de
Brooklyn. La Compañía necesitaba un golpe de efecto para calmar a la
opinión pública. Quien haya leído Los pilares de la Tierra, de Ken Follett,
reconocerá cierto “paralelismo” con la historia del Puente de Brooklyn:
John Roebling/Tom Builder, que parecía que iba a ser el protagonista de
la historia, muere trágicamente al inicio de las obras, siendo su
hijo/hijastro, que había estado en segundo plano hasta ese momento, el
que toma el relevo. En efecto, Washington A. Roebling fue
nombrado por la Compañía Ingeniero Jefe el 3 de agosto de 1869.
Washington, a pesar de su juventud –tenía 32 años- dirigía la fábrica
familiar de alambre y ya había colaborado estrechamente con su padre en
el Puente de Cincinnati.
Su profundo conocimiento del proyecto y
de la forma de trabajo de su padre le postulaba como el sustituto idóneo
(y, por descontado, también era ingeniero civil). Además, había estado
durante un año en Europa familiarizándose con los métodos de cimentación
con aire comprimido, necesarios para la ejecución de las torres del
Puente de Brooklyn. Así como los arranques de las torres del Puente
sobre el Niágara no habían supuesto ningún problema ya que se cimentaban
a cielo abierto sobre roca, en el Puente de Cincinnati tuvieron que
ejecutar unos recintos estancos donde poder trabajar para apoyar la base
de las pilas, puesto que estas se encontraban en el cauce del río Ohio.
Pero en Brooklyn, el calado del East River imposibilitaba esta
solución: el lecho se encontraba a unos 20 metros de profundidad y el
sustrato competente, sobre el que descansar las pilas, estaba a unos 15
metros bajo el fondo; es decir, unos 35 metros en total. La única
solución era utilizar cajones de aire comprimido, unas campanas de unos
50×30 metros llenas de aire a presión para evitar la entrada del agua,
aproximadamente a razón de una atmósfera por cada 10 metros de
profundidad.
No era un buen lugar para
trabajar: la altura libre era inferior a 2.85 metros, con humedad,
calor, ruido, barro… y el peligro siempre presente de que un blandón del
terreno propiciara una fuga de aire a presión, descomprimiendo el cajón
e inundándose, o que el peso de toneladas de granito que gravitaba
sobre sus cabezas se precipitara sobre ellas (2). Durante los primeros
meses el ritmo de excavación era penoso, unos 15 cm de profundidad a la
semana, debido a la aparición de bloques de roca aislados, muy
complicados de demoler a mano. Finalmente, aún con el riesgo que
entrañaba, Washington Roebling permitió utilizar pequeñas cargas de
pólvora porque de lo contrario, a esa velocidad, la excavación habría
llevado años.
La ausencia en aquella época de
electricidad y teléfono hacía que Roebling bajara continuamente a las
campanas para supervisar los trabajos y resolver los problemas que
surgían. En una ocasión, un fallo con las esclusas de entrada y salida
provocó una descompresión y él mismo, a oscuras y con el agua ya por las
rodillas, logró volver a cerrarlas. Otra vez, un fuego tal vez generado
por las lámparas de gas y alimentado por el aire comprimido se
descontroló; Roebling capitaneó en persona las labores de extinción,
pero finalmente solo pudieron apagarlo inundando el cajón, maniobra que
retrasó los trabajos varios meses. En el fragor del momento, Roebling se
desvaneció inexplicablemente. Y no era el único. Varios trabajadores
tenían náuseas y dolores al salir de los cajones, en algún caso
quedándose paralíticos o incluso falleciendo. Aunque no se conocían del
todo las implicaciones de la Ley de Henry o la Ley de Boyle-Mariotte en
lo referente a los trabajos en campanas de aire comprimido, los médicos
limitaron los turnos de trabajo en el interior de las mismas a 4 horas y
obligaron a realizar las entradas y salidas del cajón más despacio.
Pero Washington, que había heredado de su padre un inagotable sentido
del deber, quería estar al tanto de los trabajos continuamente, por lo
que no siguió estas instrucciones. Hasta que “la enfermedad del buzo”
(síndrome de descompresión) hizo acto de presencia y, continuamente
fatigado y con dolores crónicos, se enclaustró en su habitación hasta el
fin de sus días.
Y ahora, ¿qué? (II)
Pero que fuera físicamente incapaz de
salir de su casa no significaba que Washington renunciara a seguir
dirigiendo las obras. Desde la ventana de su habitación, apenas a un
kilómetro del puente, controlaba la ejecución de los trabajos con
prismáticos pero aún así, era necesario transmitir determinadas órdenes o
ver in situ el desarrollo de algunos tajos singulares, una labor que
solo podía delegar en alguien que contara con toda su confianza: su
esposa, Emily Warren Roebling. En una época en la que las mujeres
no tenían derecho al voto resulta aún más chocante imaginar a una
mujer, sin formación ingenieril, dictando a los cerriles obreros
(hombres de su tiempo) las órdenes que le había escrito su marido. La
Compañía, viendo la desenvoltura de Emily en estos derroteros, que
incluso defendía a su pareja con fiereza cuando alguien ponía en duda su
capacidad para seguir al mando de esta obra monumental, ratificó a
Washington como Ingeniero Jefe.
Las torres ya estaban erigidas
convirtiéndose en la edificación más alta de Nueva York, con sus
característicos arcos apuntados y contrafuertes que le dan el carácter
gótico y monumental a lo que muchos consideraban una catedral
aconfesional para un país joven, sin siglos de historia como las
naciones europeas. Tras construir los macizos de anclaje, situados a
unos 270 metros de las torres y compuestos por una gigantesca mole de
piedra de más de 50.000 toneladas cada uno para compensar el tiro de los
cables principales, llegó el momento de comenzar a colgar cables. Esta
maniobra conceptualmente no tiene ningún misterio, porque es algo que
saben hasta los pigmeos:
Muy fan del pigmeo volador (minuto 3:30). Y del pigmeo jefe que manda a todos mientras está sentado (4:40)
En efecto, hay que pasar un cable de un
lado a otro y, apoyándose en él, ir construyendo el resto del puente. En
el caso de Brooklyn obviamente no lanzaron ni a Emily ni a Washington
(pobre, bastante tenía con lo suyo) con una liana, sino que pasaron el
cable con una barcaza y se elevó hasta la torre con una grúa. Ya se
podía utilizar como puente, o más bien como tirolina, aunque había tener un sentido del peligro bastante atrofiado. Al poco se construyó una pasarela demencial
por la que se permitía pasar a los viandantes, donde no se sabía quién
era más inconsciente: la Compañía por permitir pasar o los peatones que
se la jugaban en una pasarela estrechísima, en una decisión que hoy
provocaría un infarto al coordinador de seguridad y salud. Si bien los
cables no fueron suministrados por la fábrica de los Roebling (y por
cierto, se detectó que el suministrador no cumplía con la calidad mínima
exigida y Washington tuvo que recalcular la estructura), solo esta era
capaz de montar los cables con seguridad y rapidez utilizando un sistema
de devanado mediante polea en el que estaban tan especializados que
ninguna otra empresa era capaz de hacerlo. Cada cable principal estaba
compuesto por 18 mazos de 278 alambres de 3 mm de diámetro cada uno y,
gracias a la técnica utilizada por los Roebling
(y aún en vigor hoy en día), quedaban empaquetados con un alambre que
los compactaba al enrollarse fuertemente a lo largo de su sección para
que trabajaran todos a la vez. Por esta época (junio de 1874), la
Compañía se disuelve y los Ayuntamientos de Brooklyn y Nueva York se
convierten en la promotora del puente aunque, como el primero carga con
dos tercios de los gastos de la obra, dará el nombre oficial a la
estructura que conocemos en la actualidad.
El tablero original,
de 26 metros de anchura, contaba con cuatro carriles para carretas de
caballos, dos líneas de tranvía y el paseo peatonal elevado, que ha
permanecido inalterado con diseño original (aunque rehabilitado) incluso
su suelo de madera característico. Más tarde se quitaron dos carriles
para carretas y se sustituyeron por dos líneas de ferrocarril más. En la
estructura actual han desaparecidos los tranvías y la superficie de
rodadura tiene 6 carriles para automóviles.
El 24 de mayo de 1883, tras más de 13
años de trabajo, 27 trabajadores muertos y 15 millones de dólares (4
millones más de lo presupuestado), se inauguró el Puente de Brooklyn.
Costando el paso por el puente un penique (que fuera una obra costeada
por los ayuntamientos no significa que fuese gratuito) pasaron por él
unas 150.000 personas. Los primeros en atravesarlo, desde el lado de
Nueva York, fueron el alcalde de esta ciudad, el Gobernador del Estado y
el Presidente de los Estados Unidos Chester A. Arthur, mientras que el alcalde de Brooklyn los esperaba en su lado
del puente. La siguiente en cruzar fue Emily Warren Roebling,
distinguida con este honor por la impagable labor realizada. Nada más
finalizar la ceremonia, el Presidente y sus más destacados acompañantes
fueron a la casa de Washington Roebling para presentarle en persona sus
respetos y gratitud, en un encuentro cargado de emoción para Washington:
una obra que se había cobrado la vida de su padre y gran parte de su
salud, se erigía al fin como el símbolo de una nación, la estructura
bella y elegante que nos ha llegado hasta nuestros días. Pero la alegría
no duró mucho porque la tragedia volvió a hacer acto de presencia en el
puente. El 31 de mayo, solo una semana después de la inauguración, se produjo una estampida
por causas poco claras que se saldó con la muerte de 12 personas y
multitud de heridos. Tras este incidente, corrió el rumor de que la
estructura crujía y que no era capaz de soportar el tráfico. Un año
después, P.T Barnum, un empresario del espectáculo, cruzó el
puente con ¡una manada de 21 elefantes! con lo que, en un evento
publicitario antológico, dio carpetazo a las dudas sobre la resistencia
de la estructura.
El Puente de Brooklyn en la cultura popular
Curiosamente, el episodio de los
elefantes ha dado lugar a un libro infantil, pero no es la única obra
literaria basada en la estructura: Arthur Miller, Henry Miller, José Hierro, Federico García Lorca… nombres famosos han dedicado líneas a la obra de los Roebling pero, por encima de todos, hay que destacar el excepcional The Great Bridge, de David McCullough,
en el que se ha basado la mayor parte de este artículo. El cine también
ha mirado en numerosas ocasiones hacia el puente. Hemos visto caminar
por esta estructura a Tarzán (antes de la última remodelación del
tablero), a Meg Ryan en Kate & Leopold, o a Godzilla. Y cómo no, ha copado planos y mucho metraje en films de directores enamorados de Nueva York como Woody Allen, Martin Scorsese, Spike Lee, o incluso José Luis Garci, entre muchos otros. En cuanto a las artes plásticas, por ejemplo Henri Silberman y Paul Strand realizaron múltiples fotografías del puente, y Andy Warhol o Joseph Stella
lo representaron en sus cuadros. Incluso tiene un papel importante en
el mundo del cómic: Spiderman perdió a su primer gran amor, Gwen Stacy,
en una de las pétreas pilas… aunque esta acción se situó en el Puente de
Brooklyn por un error del dibujante,
ya que el guionista había escrito la línea de diálogo mentando al
Puente de George Washington, confusión solventada en la reedición.
Continuará.
(1) El que tenga curiosidad puede adquirir el nº3 de Jot Down, donde se habla largo y tendido sobre este particular en el artículo Leonardo Torres Quevedo, un inventor adelantado a su tiempo.
(2)
Sobre los cajones se iban colocando los bloques de piedra para que la
campana descendiera a medida que se iba excavando; una vez llegados a la
cota de cimentación, la campana se macizaba de piedra.
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El puente colgante sobre la copa de los árboles es una experiencia inigualable en la selva lluviosa. Con más de 35 metros (115 pies) de altura y más de 500 metros de camino; el puente colgante proporciona una vista excepcional de la selva lluviosa desde la copa de los árboles.
Es un mirador exclusivo para observar la fauna y flora de la Amazonía y es accesible para todos ya que no requiere de ninguna habilidad o equipo especial.
El puente está suspendido entre 14 de los árboles más altos de esta área y es el puente de este tipo, más largo del mundo.
Los Lodges donde puede hacer esta actividad son Heliconia Lodge, Ceiba Tops, Explorama Lodge y ExplorNapo Lodge.
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